sábado, 18 de agosto de 2012

Los Caminos Perdidos de África (Cuatrilogía de África III) - Javier Reverte



Datos del libro:

Título: Los Caminos Perdidos de África

Título original: Los Caminos Perdidos de África

Autor: Javier Reverte

Sinopsis: En primer lugar, aunque se pueden leer independientemente, este libro forma parte de la Cuatrilogía de África, formada por los siguientes libros:

I. El Sueño de África
II. Vagabundo en África
III. Los Caminos Perdidos de África
IV. Colinas que Arden, Lagos de Fuego

Tras los éxitos obtenidos con El sueño de África (1996) y Vagabundo en África (1998), Javier Reverte nos acerca de nuevo al continente negro con Los caminos perdidos de África. En esta ocasión, su nuevo periplo africano nos traslada a los territorios de Etiopía, Sudán y Egipto, en regiones próximas al curso del Nilo, que el propio Reverte recorrió a lo largo de varios meses. Como es habitual en sus textos viajeros, el escritor nos hace caminar a su lado con naturalidad, ternura, curiosidad, perspicacia, humor, pasión y una honda comprensión de lo humano. Y en el estilo de sus dos libros anteriores, junto a los rostros, las voces y los perfumes del camino, Reverte nos aproxima a episodios singulares de la historia africana, para hacernos entender mejor el drama y la grandeza del continente. «Quisiera escribir como canta el agua», ha dicho el autor en algunas ocasiones. En Los caminos perdidos de África el lector sentirá que viaja junto a las ondas plácidas del Nilo, a lomos de una prosa tan cálida como natural, prendido en la emoción de disolverse en las páginas de una narrativa tan sencilla como magnífica


Datos de la edición que yo leí:

Editorial: Plaza & Janés

ISBN: 9788401341670

Fecha de edición: 10/2002

Tamaño: 26x17 cm

Número de páginas: 432 (16 páginas de láminas ilustradas, algunas en color)

Idioma: Español

Encuadernación: Piel

Precio: 22 euros


Período de lectura:

Empezado: 30 de septiembre de 2011

Terminado: 11 de octubre de 2011


Una pequeña opinión personal:

Primer libro que tuve el gusto de leer de Javier Reverte. Llegó a mis manos de casualidad, curioseando en la sección de libros de viajes de la biblioteca.

Desde la primera página me atrapó su forma tan cercana de escribir y narrar sus peripecias por aquellas tierras. Me hacía sentir partícipe de la aventura, que estaba ahí, a su lado, paso a paso. También me gustó, que además de relatar la cultura y modo de vida de aquellas gentes, nos acercaba un poco a su historia, dándonos detalles de antiguos gobernantes, política y hechos históricos.

En definitiva, he disfrutado mucho con su lectura. Añadiría que, aquellos que nunca hayan leído literatura de viajes, y quieran hacer un acercamiento, deberían comenzar por cualquiera de los libros de este escritor.


Nota

10/10


¿Vale la pena comprarlo?:

Pues para mí sí, porque disfruté mucho con su lectura y seguro que querré releerlo en un futuro. De hecho, seguramente, acabaré por leerme la cuatrilogía completa.


Citas:

¡Qué extraños somos los hombres, mister Martin: deseamos lo que no tenemos y despreciamos lo que tenemos!

¿Cómo podemos los hombres tratar de explicarnos el mundo si no somos capaces de entender a nuestro humilde y dislocado corazón?

No hay arte que descubra en un rostro la construcción de un alma.

El arte, en mi opinión, consiste en ordenar, a la luz de la poesía, cuanto ves, escuchas, olfateas, saboreas y palpas a tu alrededor. Y la poesía, como todo arte, es un impulso puramente humano por responder al caos de lo real, quizá la única manera, y muy en especial en nuestro tiempo, de soportar el peso lapidario de la realidad inhóspita y de dotar de un sentido, tal vez vano, a nuestras vidas.

De nuevo en el camino. Coche atestado, calor seco cuando el sol subió a las cúpulas del cielo; y polvo irreductible, senderos rotos, ríos exangües, cauces muertos, sembrados desfallecidos, árboles escuálidos, poblados vacíos, roquedales ariscos, tierras casi desérticas, montañones en forma de dedo pulgar, distancias sin fin, vuelo de cuervos, buitres ingrávidos en los altos del cielo, ganado esquelético, mundo áspero alrededor... África remota y triste, como un anciano enfermo que se asoma al borde de su irremediable agonía.

Porque viajar y escribir son en cierto modo una misma cosa: estar solo y vivir libre, no deberte a nadie salvo a tu suerte y a tu coraje, intentar vanamente trazar en el vacío una pincelada de eternidad, echarte la melancolía a la espalda y no saber muy bien quién eres.

El desierto es un anciano desnudo, tan viejo y arrugado como el Universo seco y batido por los vientos galácticos. Es la tierra antes del hombre y de la vida; o quizá después del hombre, la antesala del desastre ineludible. Tiene algo de pasado y de futuro. Es medular, tan esencial como un cadáver, y tan sustancialmente inerte como la nada. Niega la suciedad, niega la fe y el sol parece allí formar parte de la piedra, como si fuera un gran disco al rojo o una enorme brasa de carbón ardiendo. Pero a veces, cuando alzas tímidamente los ojos en dirección al sol, sin hacerlo nunca frente a frente para no cegarte, te parece que hay algo negro oculto tras ese fuego devastador. Pese a que algunos escritores han dicho lo contrario, para mí el desierto es aquello que menos se parece al mar, la inmensidad del fuego frente a la inmensidad del agua, el retrato en piedra de la muerte frente al bullente lecho de la vida.

El desierto puede hacer que te sientas libre al tiempo que te sabes prisionero de la absoluta negación. El desierto es sano, te llena de vida los pulmones mientras te quema la carne y te abrasa el alma. El desierto te hace fuerte al tiempo que rompe todas tus esperanzas y acaba con cualquier sombra de fe que alientes en el corazón. El desierto es sabio porque te hace sentir, cuando habitas sus inmensas soledades, que algo de ti mismo se parece a esa terrible afirmación del no ser. Quizá, al fin, el desierto consigue de ti lo más difícil: reconciliarte con la idea de la muerte y serenar tu tristeza, convirtiéndote en un chinarro de dignidad inútil. ¿Somos algo más que eso?

Así son las cosas en los viajes... amigos que haces y luego pierdes para siempre, afectos que crecen y se desvanecen al poco. Quizá es la mejor manera de sentir la amistad: porque en el camino, cuando nos encontramos con otros viajeros por unos pocos días, damos lo mejor de nosotros mismos y nadie pone sus angustias y sus rencores sobre la mesa. Eso lo dejamos para la vida cotidiana y puede que ésa sea una de las más hondas razones por las que nos gusta viajar: para escapar de cuanto hay en nosotros de mezquino y doloroso.

Y en un momento en que giré sobre mí mismo y mi sombra se proyectó contra una cortada de piedra enrojecida, me encontré apretando el obturador para retratar la figura de aquel espectro que no era otra cosa que mi cuerpo dibujado en la roca. Y fue entonces cuando sentí que no era nadie, mientras silbaba un viento tenue en mis oídos, que la luz que daba en mis espaldas me disolvía, que mi identidad iba a esfumarse cuando cayera el sol y yo quedara inerme en brazos de la noche, ahogado ante el feroz estallido de la nada.
Menos que un grano de arena o que una piedra muerta... una sombra, un pedazo de humo que iba a llevarse a quién sabe qué lugar, en unos instantes, el aire seco.

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